Carlos Fornelino (Sevilla, 1988) tenía claro desde niño que su trabajo tendría algún vínculo con la ayuda. Hijo de médicos, su primera opción fue enrolarse en Greenpeace, por eso se matriculó en Ciencias del Mar y Ambientales cuando empezó en la universidad. Su sueño era vivir viajando. Pero en su formación también estaba grabada su segunda vocación, aquella que acabó convirtiendo en su trabajo, el cine. En su casa en el municipio sevillano de Tomares, recuerda, siempre hubo amor por la imagen, una Súper 8, decenas de álbumes de fotos. “Mi padre y mi abuelo tenían cámaras de todo tipo. Cuando tenía siete años, mi padre me enseñó a manejar Photoshop”.

El carácter técnico de su carrera terminó decepcionándole y abandonó. Sus padres le dieron entonces un consejo del que nunca se ha desprendido. “Convierte tu hobby en tu profesión, busca algo que no te canses de hacer”. De este modo, se convirtió en diseñador. Tras estudiar el grado impartido en Ceade, realizó prácticas en empresas como Rafa Armero y Letra B, en esta como creativo publicitario.

La vida le dio un revés. Cuando tenía 21 años su madre falleció. «Fue un golpe muy duro y comencé a sentir la necesidad de irme fuera«. En 2009 decidió marcharse a aprender inglés para poder estudiar un master en Publicidad en Inglaterra. Fue de los primeros de su promoción en dar el salto.

En Londres combinaba las clases con trabajos temporales de todo tipo, de constructor a camarero, hasta que conoció a una eslovaca estudiante de Antropología. “Primero me enamoré de ella y después de su profesión”, explica. Ella estaba realizando un doctorado en la UCL sobre pigmeos y los grupos indígenas en la República del Congo. Fornelino se apasionó enseguida con el contenido de aquel estudio: “Siempre me interesó el conocimiento del ser humano, saber por qué hacemos las cosas. Después de dos años, mi chica decidió dejar el estudio y nos marchamos juntos a Glasgow, donde de nuevo fui camarero, profesor de diseño, voluntario… Entonces la animé para que retomara su tesis, de la que le faltaba el estudio de campo en el país”.

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La oportunidad de África

Para su fortuna, la universidad de su novia le permitió acompañarla como asistente audiovisual. Ella realizaría la investigación y él la documentaría en imágenes. Era 2012 y gastó todos sus ahorros en el equipo y el billete, pero fue el dinero mejor invertido de su vida. “Nunca me arrepentiré de haber tomado aquella decisión. Aquel tiempo en la jungla fue la experiencia de mi vida”.

Admite el hoy cineasta que albergó algún miedo durante el viaje. No era poca cosa cambiar Inglaterra por una vida de nómada en la selva. Las semanas previas visionó todo tipo de documentales de supervivencia que a la postre, se ríe, no le sirvieron para nada. Ya en el mismo vuelo notó el extrañamiento de otros pasajeros: ¿Por qué iría a Brazzaville aquel muchacho blanco?, parecían preguntarse. En cuanto aterrizaron, decidió cambiar el chip y disfrutar la experiencia sin miedo a nada.

“Después de estar en la capital viajamos a Ouesso, un pueblecito del norte, en avioneta, con la idea de llegar a Pokola, una aldea construida por la maderera CIB en la que casi todos los habitantes son trabajadores de la empresa. Allí, una persona que estaba en contacto con la universidad nos iba a ayudar a entrar en la jungla, donde nos recogerían los pigmeos que también trabajaban para esta compañía, ayudándoles a investigar en la selva”. Pasado un tiempo, chapurreando en francés, se produjo el ansiado encuentro.

Estaban en plena estación húmeda y tardaron días en aprender a caminar entre la maleza, a sortear las salvajes raíces que emergían del suelo y a evitar caídas que podían ser fatales teniendo en cuenta la lejanía a la que ya estaban de la civilización. Al fin llegaron a un poblado: “El plan era quedarnos allí tres días para que nos conocieran, para que vieran que no queríamos hacerles daño, que éramos buenas personas. Si les gustábamos, podríamos empezar nuestra investigación. Tuvimos que ganarnos su confianza, empezar a entender el idioma y hacer vida con ellos”.

De esta cultura lo primero que le llamó la atención fue la igualdad entre hombres y mujeres. No hay géneros a la hora de expresarse dentro de la tribu aunque cada sexo tiene unos roles determinados. Mientras los varones cazan o recogen miel y vino de palma, ellas son recolectoras y cocineras. “Las mujeres tienen un poder muy importante en la comunidad. Para ellos es fundamental la menstruación, la unión con la luna, la posibilidad de crear bebés y de aportar al grupo un nuevo alimento que es la leche, lo cual les otorga un privilegio”.

También le sorprendió el profundo respeto a los ancianos. La sabiduría que les concede su tiempo en el mundo posibilita que tengan una oportunidad mayor de hablar ante el colectivo. Fornelino no salía de su asombro cuando descubrió que él y su novia eran para ellos sabios. “Tienen la creencia de que todo el mundo es pigmeo. Como nosotros somos blancos, nos ven como muertos vivientes. Piensan que hemos regresado porque queremos estar en aquel lugar al que un día pertenecimos. Para ellos, teníamos cientos de años, así que me escuchaban no porque hubiera ido a la escuela o a la universidad sino porque había vivido otra vida”.

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El joven sevillano fue comprendiendo poco a poco una religión que le resulta fascinante. Basada en los espíritus, cada miembro de la comunidad ha de encontrar el suyo propio en el tránsito a la edad adulta, cuando alcanzan la quincena. “Es muy interesante cómo se enseña a los niños a vivir en la jungla. Su sistema educativo es muy diferente al nuestro: no repiten, muestran a los pequeños lo que tienen que hacer y lo hacen a toda velocidad. Es el niño el que tiene que quedarse con la forma de lograrlo. Le cueste el tiempo que le cueste”.

El conocimiento tiene sus tiempos

«Nama na», la expresión que en la lengua pigmea, el mbendjele, significa “despacio”, es clave en esta cultura que trata de que no se desvelen todos los secretos con demasiada premura. “Si le cuentas a tu hijo todo lo que sabes se convertirá en un arrogante, es así como piensan. Su máxima es: ‘yo he vivido una vida y tú no’. Si quieres aprender, tendrás que hacerlo poco a poco”.

También pacientemente Carlos fue descubriendo estos misterios. Por las noches, asistía a sus ceremonias, el pacto tácito era no preguntar sino observar. En estos rituales, los pigmeos invocaban a los espíritus, les cantaban hasta controlarlos, y así pasaban la madrugada. “El sol salía a las 5:30 pero igualmente se habían pasado despiertos hasta casi las 4:00”, recuerda con admiración.

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Durante su tiempo allí se alimentó fundamentalmente de las provisiones que habían traído y de hojas y tubérculos. Dormía junto a su novia en una tienda de campaña, con todo el equipo dentro. El resto del poblado lo hacía en mongoles, cabañas de un metro de altura fabricadas con ramas flexibles. “Les duran cuatro días hasta que las hojas se secan, tiene su lógica puesto que son nómadas”. La división tribal también despertó su curiosidad: “Se dividen en grupos de varias familias que se van reencontrando. Se mueven también por la caza. De nosotros vieron que podían obtener beneficios, pues teníamos arroz, pasta… por eso querían hacerse nuestros amigos”.

El objetivo del estudio era hablar sobre los niños. Escogieron un grupo de personas que les permitiera abarcar un espectro lo más variado posible. Por ejemplo, una pareja que no había podido tener hijos y que, por tanto, vivía en la desdicha; otra más madura que había tenido cuatro… «Me iba con los hombres y mi compañera con las mujeres, puesto que ellas a mí no podían revelarme sus secretos”. Pero sí descubrió otras cosas que cambiaron su mentalidad: por ejemplo, el cariño con el que se abrazan y se tocan: “Soy muy independiente y al principio me agobiaba ver a 20 niños asomándose a mi tienda. En Europa todos tenemos nuestro espacio pero ellos se tienen que rozar. Cuando volví, les echaba de menos, fueron los niños los que hicieron que el viaje cobrara vida y sentido”. Carlose, como le llamaban allí, tuvo hasta un ahijado, Anise (literalmente anís).

Al final del viaje se le apareció meridianamente su vocación. Le había apasionado la antropología social pero esa rama le exigía dedicarse a un único tema y él había visto claro que su futuro pasaba por seguir viajando y conociendo. Fue así como se hizo documentalista. «Nunca me lo había planteado por esa tendencia de pensar que si uno se dedica algo así se va a morir de hambre. Pero allí fui consciente de que no necesitamos nada para vivir«.

De vuelta a Europa

La adaptación a España fue dura. Su relación sentimental terminó, pues ella quería irse a Oriente mientras él prefirió formarse como realizador. «Me habría quedado para siempre en África de no haber sido por las enfermedades y otros peligros. Era tan admirable el sentido que le dan a la vida, el respeto, la igualdad… son personas y como tales tienen envidias, padecen tristezas, tienen su individualidad, por supuesto, sólo que en su cultura no está bien vista. Allí eres una mala persona si sientes celos de un miembro de tu comunidad. Si el grupo lo percibe, presiona al afectado hasta que cambie su actitud. Son muy felices, sólo necesitan cantar, estar juntos y que las cosas no cambien. Lo único que les preocupa es la relación con los congoleños, que les tratan como esclavos, les pagan por trabajos con drogas y alcohol, les vuelven dependientes…».

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Desde aquel año Fornelino sólo ha querido rodar. No anhela fama sino vivir con lo que tiene y ser feliz haciendo lo que le gusta. «En la situación en la que estamos, con crisis, sin trabajos, teniendo que huir de casa. ¿Qué sentido tiene pensar en el dinero?». Por ello, ha vivido austeramente los dos últimos dos años, ahorrando gracias a sus trabajos como diseñador y como realizador de vídeos publicitarios. Pasado el tiempo, se lanzó a rodar el documental sobre los refugiados Shame on us. «Quería ser voluntario independiente, pero haciendo lo que me gusta y sé hacer. Así que me compré mi equipo, creé la productora Essengo Film&Design Productions, y me aventuré por Turquía y Grecia».

12501830_1588797861433597_58213815_nEstuvo por todos los campamentos de refugiados en Lesbos, Atenas e Idomeni. Cruzó de Turquía a Grecia a pie, para conocer la situación de primera mano. «Soy moreno y pasaba por sirio. Pude ver el trato que se les daba a los refugiados por parte de la policía y de los aldeanos. Terrible». Con ese material, acaba de lanzar un crowdfunding a fin de recaudar fondos para este trabajo que realiza sin ánimo de lucro. «Ya me gasté todo el presupuesto del viaje, me gustaría volver esta vez a Italia y Libia, para terminar la película». Mientras, su productora crece, ya son seis profesionales, algunos de los cuales se sumarán a la aventura en algunas semanas si el crowdfunding va bien.

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