El noir sureño de Alberto Rodríguez. Conoce su trayectoria

 

 MARTA CABALLERO

Alberto Rodríguez se disponía a viajar a San Sebastián desde el aeropuerto de Madrid cuando notó vibrar su móvil en el bolsillo. Se trataba de un mensaje con el enlace a una entrevista publicada por Vanity Fair. “La sorpresa fue mayúscula”, confiesa a Sevilla World en la terraza de un hotel de la ciudad, donde está presentando a la prensa local su último trabajo, El hombre de las mil caras, el primero que acomete por encargo y que se estrena en salas este viernes.

No podía creerlo, pero la entrevista la concedía su protagonista, al que daba por fallecido. Para los que no lo recuerden, Francisco Paesa fue el judas de Luis Roldán y el de Juan Alberto Belloch, entonces ministro del Interior, en aquella trama de reminiscencias literarias que supuso la fuga con 1.500 millones de pesetas del ex director general de la Guardia Civil. Pocas veces un hecho histórico ha dado tanto juego a la imaginación nacional. Como se dice en la película, todo el mundo hablaba de ello y todos creían haberle visto.

Volviendo a la portada de Vanity Fair, ahí estaba Paesa, como recién emergido del averno, “el espía español más famoso y oscuro”, se lee en el titular. Sentado en un sillón dorado, leyendo la prensa. Gafas de sol y pose relajada que, sin embargo, no connota retiro sino una especie de superioridad burlona, una indicación de que todo sigue igual y de que, tal vez, desde el ostracismo, siga moviendo hilos. O quizás sólo sea un anciano que dice vivir en Francia, quién sabe o qué más da. La estancia donde fue retratado por la publicación bien podría ser el escenario de una adaptación cinematográfica de Le Carré. El titular, pura ironía: “Le pedí a Luis Roldán que devolviera el dinero. No todo, claro”. Dos días después, fue precisamente Roldán el que reapareció, esta vez en El Español, asegurando que el espía se había llevado todo ese capital. A Rodríguez, en fin, le crecen los personajes.

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Alberto Rodríguez junto a José Coronado y Eduard Fernández durante el rodaje de ‘El hombre de las mil caras’.

Si nos dejamos seducir por la literatura, no queda otra que pensar que fue el propio Paesa el que lo orquestó todo a la perfección para poder tomar la palabra justo el día antes del estreno en el Festival de San Sebastián de la película sobre su vida. “Cinco minutos después de leerlo, pasada la sorpresa, sólo pude pensar que aquello era coherente. Es el típico movimiento de Paesa”, cuenta el director. Y es cierto, un hombre que fingió su muerte y engañó a un país entero, no podía sino ser un maestro a la hora de fabular su propia leyenda, de darle coherencia a su vida a través de la ficción, que diría el propio Le Carré.

Y exactamente eso ha hecho el director sevillano con esta trama laberíntica de aventuras en despachos: inventar, recordarle al espectador que su obra no puede ni debe aspirar a esclarecer uno de los mayores escándalos de corrupción de la democracia sino a retratar una historia de mentiras y amoralidad desde la libertad que concede la subjetividad y con la riqueza narrativa que posee el relato en sí. Rodríguez escapa aquí de su contexto habitual para hacer viajar al espectador a numerosos países, aeropuertos, salas de reuniones, azoteas, mansiones, habitaciones de hotel, una trama en la que la palabra, resuelve, es lo más importante. “Después de una larga fase de documentación, de contemplar todas las teorías que ha habido sobre Paesa, vimos que lo importante era empezar a ficcionar ya desde los propios personajes, que no dejan de ser una estilización de los de verdad. Hemos buscado su cara b, imaginado cómo serían detrás de los micrófonos y las cámaras”.

Pregunta.- ¿Habría rodado una película diferente de saber que Paesa estaba vivo?
Respuesta.- No lo creo. Intentamos localizarlo en su día. La información que teníamos estaba un poco obsoleta, apenas dos datos, que había estado viviendo en París y que venía una vez al mes a España para visitar a su hermana. Pero le habíamos perdido la pista. A Rafael Cobos, el otro guionista de la película, que estuvo en Suiza presentando La isla mínima, le comentó alguien que Paesa había fallecido. Así que, bueno, otra vez ha vuelto de entre los muertos. Acepté porque cuando leí el libro tuve la sensación de que esto que había ocurrido hace 25 años podía saltar al telediario de hoy. Pensé que había un problema que estaba ahí y que se repetía como una especie de reflejo una y otra vez. La segunda cuestión que me convenció fue el personaje de Paesa. Me parecía increíble que se hubiese mantenido todo ese tiempo en el alambre y que hubiera conseguido salir indemne. Además de su increíble capacidad de mentir y reinventarse una y otra vez. Luego está el aspecto moral, que ya es más discutible y, en este caso, deplorable.

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Carlos Santos en el papel de Luis Roldán.

P.- Cómo dialoga esta película con su cine anterior y cómo ha sido rodar fuera del contexto territorial en el que se basa su cinematografía?
R.- Mi primera película (El factor Pilgrim, 2000) la rodamos en Londres y El hombre de las mil caras me ha supuesto volver a salir. La he asumido con la misma naturalidad que las otras. Quizás, por ser un encargo, el primer día puedes pensar que vas a estar más relajado pero, al tercero, ya te has metido en faena, hay una historia que contar y lo tienes que hacer igual, así que no he notado mucha diferencia. Aunque parta de acontecimientos reales es quizás la más artificiosa que he hecho, la que más recuerda continuamente al espectador que es una película. Esto estaba en nuestra pretensión desde el primer momento. Pensé: si estamos ante la historia de un fabulador, de una serie de mentirosos, inventemos también y hagamos que en todo momento al espectador le quede presente que lo que está viendo es ficción. La podemos ver como cine de espías aunque un poco sui generis, porque tiene un tono que pasa del thriller a la comedia.

P.- Lo que comenta del humor, la ironía y el patetismo que impregnan el guión es clave en la película. ¿Era imposible contar esta historia trágica de la corrupción española sin reírse, sin tirar más de los recursos de la picaresca que de los del género de espías? ¿Ser más serio o más frío habría impedido imprimir mayor autenticidad en el retrato?
R.- Lo que pretendíamos era decirle al público que no se tomara demasiado en serio lo que estaba viendo. Hay que verla sin prejuicios y, desde un punto de vista irónico, poner lo que pasa en cuarentena. Si al salir de la sala el espectador se lleva a casa una serie de preguntas, el objetivo está cumplido.

«Ni héroes ni villanos, sólo mentirosos»

P.- La historia de Paesa es maná caído del cielo para el cine. De alguna manera, aunque asistimos a sus miserias constantemente, la sensación que queda es que estamos ante un tramposo genial, y eso en este país es sinónimo de héroe, pues solemos admirar al fullero. Mire lo que ocurrió con el caso de ‘El pequeño Nicolás’. En cambio, a Roldán le vemos como a un bobo, un pelele. Hábleme de sus dos protagonistas.
R.- Como digo, esta es una película de mentirosos. Ninguno de ellos es capaz de decir tres verdades seguidas. El narrador (José Coronado) es un piloto y ayudante de Paesa. Por tanto, forma parte de unos hechos que vemos interpretados por él, que son subjetivos. Esto nos descargaba de responsabilidad y nos permitía ser más honestos. Sobre Paesa, yo lo que veo es que tiene una vida muy triste. En la entrevista que nombras hay un momento en el que le preguntan cuál ha sido el gran amor de su vida y su respuesta es que él mismo. Eso es un poco patético bajo mi punto de vista pero entronca muy bien con el personaje que vemos en la película. No hay héroes ni villanos, todos están mintiendo y todos son descritos por un sujeto que es parte de la historia y que, como tal, no puede ser objetivo.

P.- Sí, pero insisto en el retrato inocentón de Roldán. Inculto, cobarde, vehemente y, sobre todo, bobo. Con estos atributos y frente a la inteligencia de su judas, casi llega a dar pena. O incluso hay quien ha dicho que ternura.
R.- Es interesante la evolución de la persona, no del personaje. En el libro que escribió Sánchez Dragó, Roldán confiesa que se formó más tarde, durante sus años en la cárcel. Pero no olvidemos que falsificó sus títulos en Economía y todo era mentira. Eso no cabía en la película, como muchas otras cosas, pero en cierto modo sí había que contar que parte de su cultura era puramente impostada. No obstante, es un personaje que siempre da la vuelta a todo cuando parece que va a caer, a Paesa no le resulta sencillo llevarle donde quiere. Por eso insisto en lo de la ironía.

P.- La película habla a gritos del tiempo que vivimos. Vemos una historia de corrupción perpetrada por personajes zafios y granujas de tres al cuarto que no ha dejado de suceder desde entonces, como si formara parte de la idiosincracia política en España, como si fuera una suerte de rasgo nacional en las esferas de poder que estamos condenados a ver ad eternum. Pienso en la frase de Roldán en la película asegurando que no es malo, que sólo hacía “lo que hacía todo el mundo”. Y pienso en Bárcenas haciéndole un corte de mangas al país y en Rajoy contestándole: “Luis, sé fuerte”. O en Barberá amparándose en que no era consciente de qué estaba sucediendo en el Ayuntamiento que ella misma lideraba.
R.- Por esta razón el espectador puede tener una implicación emocional. Lo que dice Roldán es terrible… Tuve dudas a la hora de saber si el público de otro país entendería la película. En Madrid hicimos un pase y el corresponsal de The New York Times me planteó un par de dudas sobre cuestiones que no había entendido muy bien. Después de la rueda de prensa, se me acercó para aclararme que en realidad daba igual que no hubiese entendido esos dos asuntos puesto que la película le funcionaba y él se lo había pasado bien. Todos hemos disfrutado viendo historias que nos son ajenas.

Eduard Fernández caracterizado como el espía Francisco Paesa.

Eduard Fernández caracterizado como el espía Francisco Paesa.

P.- Como en Grupo siete y como en La isla mínima, aquí consigue que el espectador regrese a un país que ya no existe de esa manera pero en el que sí recuerda haber vivido. ¿Cómo hace para atrapar esa sustancia del pasado con tanta verosimilitud?
R.- En este caso el trabajo de época es complejo, porque a más cercano es el tiempo sobre el que ruedas, más difícil es darle verdad. Tienes la sensación de que vas a bajar a la calle y a poder empezar a trabajar pero nada tiene ver en el mobiliario urbano, los coches, el vestuario… Es más sencillo reconstruir el siglo XII, pues después de todo no tenemos ni idea de cómo era, que remitir a algo más reciente. Gran parte del mérito es del equipo con el que suelo trabajar en todas mis películas. Luego hay elementos como la presencia de los medios de comunicación, que me parecía esencial destacar. Durante un año se generaron noticias sobre Roldán que, vistas en perspectiva, tenían muy poco que ver con la realidad, pues apenas poseían sustento, no eran más que chivatazos. Pero se originó una necesidad constante de saber qué había pasado con él. Por momentos esta historia fue un thriller internacional de espías fundamentado en los supuestos contactos internacionales de Roldán. Y, en otras ocasiones, un vodevil, un chascarrillo de bar. Los medios tuvieron gran responsabilidad en ello.

«No pretende ser una crónica ni un documental»

P.- El otro día le preguntaba a una periodista joven si sabía quién era Roldán y ni siquiera le ponía cara. ¿Ha tenido en cuenta esta circunstancia a la hora de escribir la película? ¿Puede entenderla igual un espectador joven o ajeno a este pasado reciente?
R.- Sí, soy consciente, pero también vieron Argo (Ben Affleck, 2012) hace unos años y no creo que ni mayores ni pequeños tuvieran idea de esa operación. No es lo más importante. El hombre de las mil caras no es ni pretende ser una crónica ni un documental. Me interesaba más que nada la reiteración del problema, el hecho de que no hayamos sido capaces de encontrar una solución a este mal, que el problema en sí.

P.- ¿Necesita el cine un periodo de tiempo largo para poder enfrentarse a una historia real? ¿Qué piensa de películas o producciones teatrales que han abordado hechos de la política española más reciente? Por ejemplo, el caso de B. (David Illundain, 2015), sobre  Bárcenas.
R.- Hay un tema legal que superar para contar determinadas historias, es evidente. Pero una de las razones por la que acepté es porque tenemos una sociedad lo suficientemente madura como para poder mirarse en el espejo aunque sea a una distancia corta. Los ingleses, los norteamericanos, los italianos… lo hacen constantemente, no veo por qué nosotros no.