Entre la crítica de cine, el nombre de Alberto Rodríguez (Sevilla, 1971) se asocia a alguien que inauguró su carrera como director de manera austera, discreta, pero anudada al estilo y la calidad desde el primer fotograma. Lo hizo desde su ciudad, sobre el arduo escenario que representan las provincias para la producción fílmica, una decisión insospechada en un sector en el que lo habitual es despedirse para siempre del pueblo y dedicarse a la vida madrileña. Un clásico.

captura-de-pantalla-2016-09-16-a-las-12-24-18Con menos alharacas que muchos de sus compañeros generacionales, sin necesidad de dejarse ver por las fastos capitalinos, el sevillano ha logrado atraer al espectador español con un cine de calidad, firmando una trayectoria rematadamente personal que, en los últimos años, le ha llevado a sentar las bases de casi un subgénero propio cuyo corpus se compone de historias sucias, de violencia y de bajos fondos, entre el western y el noir, pero llevado a los códigos culturales de su tierra.

Rodríguez creció en Camas, en una familia muy vinculada al mundo del flamenco, pues su padre era amigo de varios miembros del linaje de los Peña (El Lebrijano, Pedro Peña…). Técnico de televisión, le compró una cámara de 16 milímetros a un compañero y se la regaló a su hijo, que pasó la juventud ensayando cine con ella y hablando de películas con sus amigos en el Bar La Sirena, en la Alameda de Hércules. Con el tiempo, ese grupo de cinéfilos se convertiría en la generación CineExin. Junto a Rodríguez compartían charlas y cervezas los directores Santi Amodeo y Chiqui Carabante, el director de fotografía Alex Catalán, Gervasio Iglesias (su productor), el script Paco Baños, al que conocía desde el parvulario, los actores José Luis García Pérez y Alex O’Dogherty, el sonidista Daniel de Zayas, el periodista David Cantero… muchos de estos nombres han figurado en los títulos de crédito de cada una de sus producciones.

Comenzó en el puro underground tras estudiar Audiovisual en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla. En 1997 rodó su primer corto, Bancos, junto a su amigo Amodeo. O’Dogherty, en el papel del atracador protagonista, era el tercer vértice de la propuesta. Gracias a aquellos 11 minutos en blanco y negro que costearon con apenas 30.000 pesetas, lograron 15 premios que les permitieron volver a rodarlo dos años después, en cinemascope y ya con cuatro millones.

Puesta de largo

En el año 2000 realizó su primer largometraje, El factor Pilgrim, junto a los mismos compañeros, una vez más con sus propios medios. Se organizaron como una cooperativa, repartieron las tareas y cada uno aportó lo que pudo o quiso en esta cinta amateur y canallesca que recibió una Mención Especial en el Jurado de Nuevos Realizadores del Festival de Cine de San Sebastián. En concreto, Rodríguez se dejó en la producción todos sus ahorros: tres millones de pesetas. Se marcharon a Londres, cada uno sufragándose su viaje, y lograron un experimento que visto 16 años después sigue destilando vanguardia y talento.

En 2002 llegó su debut en solitario con El traje, su primera película de verdad, según sus palabras. La historia, que gozó de una relativa buena acogida entre la crítica, se le ocurrió de camino al trabajo. Cada día solía comprar una revista a un nigeriano que las vendía en un semáforo. Una mañana, pensó que si el chico fuera vestido con un buen traje, él habría pensado de él que era un turista, un deportista o un narcotraficante. No le gustó su propia reflexión y decidió fulminar sus prejuicios con un guión entre la comedia y la denuncia que coescribió con Amodeo.

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Dos años después, 7 vírgenes le procuró su consolidación como talento emergente y su lanzamiento internacional. La producción, protagonizada por Juan José Ballesta (El Bola), cuyo papel le valió la Concha de Plata en San Sebastián, volvía a los terrenos del cine social, aunque él matizó en su día que, en todo caso, lo que había hecho era una película «hiperrealista».

Rodríguez imaginó un barrio obrero del sur de España al que llega con un permiso de 48 horas un adolescente que vive internado en un centro de reforma. El espectador sigue a Ballesta en ese breve periodo de libertad, donde se plantea, acompañado por Jesús Carroza, que mereció el Goya al Actor Revelación, si seguir adelante con la vida que ha llevado hasta el momento o emprender un nuevo rumbo. Familias desestructuradas, infancias condenadas a un destino insalvable… Rodríguez logró aquí pintar el cuadro de una juventud de la que apenas se había hablado, acercarse con frescura a sus quimeras, sus miedos, sus intereses y a su dificultad para ser libres.

El cineasta cambió de tercio en su siguiente película, After (2009), en la que tres amigos deambulan por una Sevilla gélida y oscura. Tras la cena, se van de fiesta y consumen cristal mientras se tiran los tejos infructuosamente. Tristán Ulloa, Blanca Romero y Guillermo Toledo pusieron rostro a la noche más dramática de este trío de adolescentes de 40 años en permanente huida hacia delante. La propuesta, a pesar de ser un orgullo para quien la orquestó, fue ignorada por la crítica y un fracaso de taquilla.

Un antes y un después en el cine negro español

Pero llegó 2012, su gran año y también uno de los mejores que se recuerdan en el cine español, que venía mordiendo el polvo desde el comienzo de la crisis económica. El sumario judicial de un caso de corrupción inspiró al guionista Rafael Cobos para escribir la celebrada Grupo 7, un thriller de vigoroso realismo, cuajado de traiciones y lealtades. La historia gira en torno a una unidad policial que tiene como fin fulminar la droga de las calles del centro de Sevilla y adecentar la ciudad con métodos amorales de cara a la próxima celebración de la Expo 92. El galán Mario Casas, en su primer papel verdaderamente serio, lo bordó interpretando a un aspirante a inspector que pone en duda la guerra sucia contra la droga, un protagonismo que compartió con Antonio de la Torre, José Manuel Poga y Joaquín Núñez, agentes más veteranos y convencidos de que la ética es lo de menos cuando se trata de cumplir.

Con una excelente banda sonora del músico jerezano Julio de la Rosa, otro compañero habitual de sus trabajos, Alberto Rodríguez creó un universo bruno, fullero, poblado por yonkis, prostitutas y políticos corruptos, que se queda a vivir en la memoria del espectador. Tanto del español (logró una recaudación de más de 2,3 millones de euros, y estuvo entre las más taquilleras del año), como del extranjero, pues se distribuyó en varios países (Alemania, Francia…) y la mismísima HBO compró los derechos de emisión en televisión.

El también sevillano Julián Villagrán se alzó con el Goya a Mejor Actor de Reparto, mientras que Joaquín Núñez se llevó a casa el de Actor Revelación por sus papeles en esta cinta que acumuló 16 nominaciones. Además, triunfó en los Premios de la Unión de Actores, con tres galardones, en los del Cine Andaluz, con siete, y en los del Círculo de Escritores Cinematográficos, con tres. Tras el éxito de la producción, Rodríguez confesó haberse sentido un director de verdad por primera vez y no un intruso en el mundo del cine.

A su manera, su siguiente cinta, La isla mínima, era hija de ese universo policiaco con tintes políticos desplegado en Grupo 7, a pesar de estar ambientada en otra época (1980) y en otro lugar. Más personal, más valiente, aunque sin apartarse de los códigos del género, en esta película el realizador se centró en una historia urdida en la intriga y la pregunta, a vueltas con la desaparición de dos niñas en un pueblo ficticio de las cercanías de Sevilla. Un suceso cuya resolución cae en manos de dos detectives de homicidios enviados de Madrid, defendidos con maestría por Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez. Gran cine, del que es capaz de narrar una gran trama humana y, a la vez, encontrar la sutileza suficiente para documentar la historia de un país, o una parte de ella, con más verdad que un texto de la época. Y, también, una demostración más del imponente poder protagonístico que puede otorgarse a un paisaje.

En esta ocasión la mecha se prendió cuando Rodríguez y Álex Catalán vieron una exposición del fotógrafo Atin Aya, que pasó meses retratando a las gentes y la inmensidad -acuática, plana, estancada como sus habitantes- de las marismas del Guadalquivir. Aquellas imágenes les golpearon de tal forma que decidieron utilizar ese paisaje a la manera en la que el cine norteamericano se ha valido de las profundidades de su país. No en vano, fue comparada con la celebrada serie True Detective, que se lanzaba por aquellos días.

La isla mínima se estrenó con notables loas en el Festival de San Sebastián de 2014. Allí recibió la Concha de Plata al Mejor Actor para Javier Gutiérrez y el Premio del Jurado a la Mejor Fotografía para Álex Catalán. También fue la gran triunfadora de la XXIX edición de los Goya, en la que cosechó 17 nominaciones y 10 galardones, Mejor Película, Mejor Dirección, Mejor Diseño de Vestuario, Mejor Actriz Revelación (Nerea Barros), Mejor Montaje, Mejor Dirección Artística, Mejor Dirección de Fotografía, Mejor Música Original, Mejor Guión original y Mejor Actor Protagonista (Gutiérrez). Además, fue favorita en los Forqué, arrasó en los Feroz, en los del Círculo de Escritores Cinematográficos y en los Fotogramas de Plata.

En España fue un gran éxito de taquilla, con más de siete millones de euros de recaudación. La vieron más de 150.000 espectadores en Francia y se exhibió en países como Estados Unidos, Canadá, Luxemburgo, Australia, Bélgica y Reino Unido, entre otros.

Un fugitivo internacional para su séptimo largo

En 2016 Rodríguez ha vuelto a triunfar con su nueva propuesta, El hombre de las mil caras, que se estrenó, una vez más, en el primer fin de semana de San Sebastián, dentro de la Sección Oficial. En los Premios Goya recibió 11 nominaciones: Mejor Película, Mejor Director, Mejor Interpretación Masculina (Eduard Fernández), Mejor Actor Revelación (Carlos Santos), Mejor Guión Adaptado, Mejor Música Original, Mejor Fotografía, Mejor Montaje, Mejor Sonido, Mejor Dirección Artística, Mejor Maquillaje y Peluquería, Mejor Dirección de Producción. Y obtuvo dos Goya, el concedido al actor Carlos Santos, y el que recogió el tándem Alberto Rodríguez-Rafael Cobos por su guión, a partir del libro del periodista Manuel Cerdán sobre el caso Roldán.

En esta película, el sevillano llevó a la gran pantalla la historia de Francisco Paesa, el espía que engañó a Luis Roldán y a todo un país. El ex director general de la Guardia Civil, que huyó de España tras descubrirse la escandalosa corrupción que había tejido durante años, le ofreció un millón de dólares a cambio de ayudarle a salvar 1.500 millones de pesetas sustraídos al erario público. Paesa vio en la propuesta la oportunidad de mejorar su situación económica, y de paso, vengarse del Gobierno español. Así que puso en marcha una magistral operación de espionaje con la colaboración de su amigo Jesús Camoes (José Coronado). El tabú en torno a este personaje tan inmoral como fascinante queda superado gracias al nuevo atrevimiento de Rodríguez. Suerte.

‘La peste’ se rueda en Sevilla

Tras las llegadas a España de HBO y Netflix, Movistar + ha querido apostar por crear contenido original y este 2017 estrenará varias series. Entre ellas, La peste, dirigida por Alberto Rodríguez y cuyo rodaje ha comenzado este mes de enero en La Casa Pilatos. Los escenarios elegidos son, además de Sevilla, Carmona, Trujillo y Garrovillas. La producción constará de una única temporada de seis capítulos con final cerrado.

El elenco está encabezado por Paco León y Manolo Solo. Otros nombres del reparto son Pablo Molinero, Sergio Castellanos (Los protegidos), Patricia López Arnáiz (La herida) y la debutante Lupe del Junco.

El cineasta definió el proyecto como un thriller de época, con toques detectivescos. Otros nombres de la serie son el guionista Rafael Cobos, el director de arte Pepe Domínguez del Olmo y el documentalista Pedro Álvarez, asesor para recrear la Sevilla del siglo XVI en la que se ambienta, una ciudad en un mundo en decadencia que quedó asolada por el brote de esta enfermedad. La política y la religión son dos de las claves de un guión en el que, según Rodríguez, se reproducen «problemas que arrastramos siempre y que van unidos a la condición humana».