MARTA CABALLERO
En un desangelado polígono, rodeado de talleres de coches, supermercados, cadenas de comida rápida, comercios al por mayor… se ubica, de forma inesperada, el estudio de Israel Galván (Sevilla, 1973). “Lo reconocerás porque en la puerta pone Te quiero, Tere”, precisa su mujer en una charla previa. Es cierto, cuando llegamos, allí luce la enorme pintada que indica contra todo pronóstico que el bailaor está ensayando tras el portón azul. Y si se agudiza el oído, efectivamente, se oye desde fuera su zapateo.
Nos abre: “Pasad, ya estoy terminando”, pronuncia con timidez. En una tabla cuadrada tiene esparcidos centenares de monedas de uno, dos y cinco céntimos. Sobre ellas estaba bailando, produciendo un rítmico tintineo al pisarlas. En la enorme nave, con un espejo que la surca al fondo, se amontonan elementos de atrezzo de sus últimos espectáculos. Prosaicos ataúdes de madera sin tratar, tambores rocieros, cajones, escaleras. Acaba de quitarse los botines de baile y de sustituirlos por unas zapatillas deportivas. Cada día, pasa allí solo horas y horas. «No me cuesta, porque aquí estoy viajando con la mente. El día que se me haga largo, ya me plantearé si seguir».
Hoy le duele un poco un brazo, tras la entrevista acudirá a revisión. “Tienen que tenerme muy mirado”, advierte para explicar que anda con el tiempo justo.
Su memoria es el baile. Los recuerdos infantiles de Galván están siempre vinculados al flamenco, el hábitat natural de su familia, hijo como es de los bailaores José Galván y Eugenia de los Reyes. Su padre abrió una de las primeras escuelas de baile jondo en la ciudad, un centro que aún continúa en funcionamiento. No le preguntaron, se dio por hecho que el niño también bailaría.
Aquella, recuerda hoy, era la época de Marisol y Joselito. Quizás, animados por la inercia de los niños artistas, muchos padres apuntaban a sus retoños a clase y el baile se convirtió en moda: “Venían también a aprender las familias, no sólo los hijos… no sé, para mí era todo un juego”. No se sabía un privilegiado, como se siente hoy, por ver desfilar por allí a tantas figuras de este arte. “Algo de todo eso se me quedó en el subconsciente y sale todavía cuando bailo”.
P. ¿Destacó pronto entre otros compañeros? ¿Detectaron sus padres el don que tiene para bailar de forma precoz?
R. Me imagino que muy ‘saborío’ no podía ser. Y yo quería bailar también, no era sólo que ellos me lo pidieran. Sin embargo, no tenía una vocación como tal. Si hubiese nacido en otra familia tal vez no me habría dedicado a esto… pero empezaron a decirme que lo hacía bien, supongo que algo me verían.
P. ¿Se lo tomó pronto en serio?
R. Para nada, lo que quería era jugar con los demás niños. Hasta que llegué a la adolescencia… no hablaba mucho, era muy tímido y me refugié en el baile. Era mi forma de expresarme, me comunicaba mejor bailando que hablando. Los que tenemos la cabeza en el arte o lo que sea vivimos como en dos mundos que no se parecen, el real y el del escenario. Arriba me siento muy libre, imagino mucho. Me siento grande, chico, en el agua, volando… en el mundo real no hay nada de eso. Me gusta transitar las dos vías porque seguro que de la realidad cojo algo para el mundo irreal que creo actuando, hay que tomar algo de la vida cotidiana para que la gente se sienta reflejada.
Maya y los instantes que lo cambian todo
El primer hito en la biografía artística de Galván llegó en 1994, cuando se independizó de su familia para bailar junto a Mario Maya, que dirigía la neonata Compañía Andaluza de Danza. “Me puso de bailarín solista y entonces me di cuenta de que esto iba en serio. Me dio por ensayar mucho, quería hacerlo muy bien, interpretar perfectamente lo que previamente había pensado. Necesitaba el ensayo como un loco, me levantaba a las 6 y bailaba hasta la noche todos los días. Había visto lo que podía encontrar y quería seguir buscando, así fue como empezó todo”.
Más adelante, en 1996, la Bienal de Flamenco de Sevilla le reconoció ese esfuerzo concediéndole el Premio del I Concurso de Jóvenes Intérpretes. “Fue uno de esos momentos que te cambian la vida. Noté de pronto que la gente empezaba a estar pendiente de mi trabajo, que era conocido como bailaor. Habría seguido bailando independientemente de lo que hubiese pasado pero hay decisiones, espectáculos, premios, momentos… en los que se alinean los astros y todo cambia”.
Previamente había sido condecorado con el Premio Vicente Escudero en el Concurso Nacional de Arte Flamenco de Córdoba y El Desplante del Festival Internacional del Cante de las Minas de la Unión. Además, en esa época acompañó al baile a Vicente Amigo, durante su gira Vivencias imaginadas, y trabajó junto a otros bailaores como Manuela Carrasco y Manuel Soler. Faltaban aún 10 años para el Premio Nacional de Danza, que obtuvo en 2005, en la categoría de creación.
«Dijeron que no era un bailaor, que era un moderno»
Entre una fecha y otra, se produce otro hito, cuando estrena en 1998, de nuevo en la Bienal de Sevilla, la obra ¡Mira! / Los zapatos rojos, el primer espectáculo de su compañía.
P. ¿Qué supuso en su carrera Los zapatos rojos?
R. En ese trabajo decidí que a partir de entonces lo importante no sería bailar bien sino bailar libre, interpretar lo que yo quería aportando una visión propia. Recuerdo que a la mitad de la gente le parecía genial la propuesta… pero a otra la mitad, no. Muchos lo aborrecieron, decían que eso no era flamenco, que yo no era bailaor sino un moderno…
P. ¿Le afectó ese murmullo?
R. Seguí mi camino, decidí persistir. Hasta que una vez, en Aviñón, vi cómo el público francés se emocionaba, aprecié su respeto. De pronto estaba bailando y escuchaba silencio a mi alrededor, nadie comentaba nada. Fue tan raro que casi me pierdo, no sabía muy bien por dónde iba. Lo que había sucedido es que, por primera vez, me di cuenta de que todos estaban viéndome bailar. Vi que me veían. Aquella noche me abrió al mundo.
Por fortuna, Galván yo no se apeó nunca de esa determinación y desoyó a los puristas. Tras aquel montaje, llegaron otros igualmente insólitos, donde continuó desarrollando su lenguaje extraterrestre, salvaje, gestual, complejo. En 2000, su condición de bicho raro del flamenco se confirmó con el estreno de La metamorfosis, basada en el texto de Kafka y con música de Enrique y Estrella Morente y Lagartija Nick. En 2002, presentó Galvánicas, con temas compuestos para la ocasión por Gerardo Núñez Trío, con quienes recorrió los mejores festivales de jazz y flamenco del mundo. En esa época, confirmó su reconocimiento recibiendo aplausos en Japón y América Latina.
Llegaron luego Albéniz: a propósito de Iberia (junto a Chano Domínguez, Belén Maya, Alfredo Lagos y Carles Trepat, estrenado en el Teatro de la Maestranza de Sevilla), Tábula rasa, Arena, El final de este estado de las cosas, La curva, Solo… En 2015, el Instituto Internacional de Teatro (ITI) le eligió para escribir el Mensaje Oficial del Día Internacional de la Danza, un honor anteriormente conferido a figuras como Merce Cunningham, Maurice Béjart y Anne Teresa De Keersmaeker, entre otros.
Se acomodó bailando al borde del precipicio. Estos días, por ejemplo, ensaya su mano a mano con el bailarín londinense de origen bengalí Akram Khan. Actuar acompañado, frente a su tradicional querencia por el solo, también le ha ayudado a abrir miras, a empaparse de otras culturas y de otras formas de danza y expresión corporal.
Pasado el tiempo, ese runrún de los que se echaban las manos a la cabeza se ha ido aplacando. “También escucho un silencio mayor en España, he ganado aceptación aquí… ha dejado de producirse esa cosa que llegaba siempre al final del espectáculo y que no sabría definir. Hoy todo es más relajado, en parte también porque con los años me encuentro más seguro y bailo mejor”. Habla con aplomo. Sabe, y no le importa decirlo, que ya ha demostrado lo que tenía que demostrar.
«Para que el público disfrute yo he de disfrutar también»
P. ¿En qué ha cambiado su forma de bailar?
R. Sobre todo tengo la sensación de que disfruto más que cuando era joven. Dejé atrás el perfeccionismo, la obsesión por desenvolverme bien técnicamente. Ahora sé que tienes que permitirte disfrutar tú para que disfrute el público, ir a la búsqueda de emociones. Con un mínimo movimiento, con el más simple, se puede decir todo. No es que quiera bailar menos; es, simplemente, otra dimensión.
P. ¿Qué le ayudó a conseguir esa libertad?
R. Otros renovadores, gente de la que me he rodeado, personas que buscaban otro enfoque… Por ejemplo, el director artístico Pedro G. Romero, que para mí fue como la universidad. No se trata de la vanguardia por la vanguardia sino de estar abierto a conocer otras artes, a otras personas… y luego de filtrarlos en tu forma de bailar para traer conceptos nuevos a lo que haces y al flamenco. Soy muy libre, llega un punto en el que veo que he hecho algo en un vídeo y digo: “¡Ostras!”, y ni yo mismo sé cómo lo logré. Si no sucede así, si no pudiera bailar de esta manera, no seguiría bailando. Soy responsable de mantener esta libertad, es una cuestión de supervivencia, a pesar de que en su día pasé muchos momentos malos. Pero me gusta pensar que a otros les influyeron estas aportaciones a la hora de desenvolverse con mayor libertad.
Lo próximo que estrenará como coreógrafo, en la primavera del año que viene, desvela a Sevilla World, será una pieza con un grupo de siete bailarines de diferente procedencia, de dentro y fuera de España. Un reto nuevo para quien se ha especializado en danzar en soledad. “Si lo estoy haciendo es porque he visto que hay algo que decir. Para repetir lo que han dicho, prefiero no hacer nada. Será como una fiesta, y así se titulará, La fiesta. Va a suponer bailar con la mente, conocernos entre todos, ser arriesgados y libres. Que no se vea que uno es flamenco y otro no sino que somos personas y que esto es baile. La apariencia será de frescura, de algo creado en ese momento, como sucede, precisamente, en las fiestas flamencas, donde pueden surgir cosas muy rítmicas o muy solemnes. Habrá improvisación, quiero que el público vea ese vértigo, que sea consciente del juego. Es llevar al escenario lo que comentamos y hablamos cuando no estamos en él, invitar a la audiencia a que entre en esa habitación secreta de los artistas”.
Mientras tanto, La edad de oro, una de sus piezas más celebradas, lleva casi 300 funciones desde que la estrenó en 2005. “Ahí es donde vivo. Voy de viaje siempre con mis obras y La edad de oro es como mi casa en el escenario. Le cambio los muebles pero sigue siendo mi hogar. No imaginaba que iba a durar tanto, uno lo hace porque le gusta, no por hacer giras”.
P. ¿Qué le pide a los próximos años?
R. No lesionarme, poder seguir creando en libertad. El espíritu del flamenco es libre.