“Es una larga historia”, empieza pronunciando en su inglés pausado el Premio Nobel de Química Robert Huber (Munich, 1937) para hablar de por qué le fascinó la ciencia a la que ha dedicado toda su vida. Lo dice sentado en el salón de actos de CicCartuja, donde participa en Sevilla Workshop Interactomics, simposio que reúne a una veintena de expertos de prestigio internacional para hablar del comportamiento celular, un conocimiento que exige la colaboración de diversas disciplinas y que nos ayuda a avanzar en la lucha contra diferentes tipos de enfermedades. Además, este jueves 19, Huber será nombrado miembro de la Real Academia Sevillana de Ciencias, institución en la que le honra ingresar dada su larga relación con la ciudad. «Es maravilloso regresar, especialmente en primavera». Ha llegado hasta la isla en bicicleta desde el centro. El año que viene cumple 80.
La Química. ¿Qué tenían ella y la Biología para atraerle desde el principio, casi desde sus días como escolar en una Alemania destruida tras la Segunda Guerra Mundial? En ese tiempo de oscuridad y escasez, donde la cultura, como todo, había quedado reducida a escombros, se aplicó estudiando desde su casa. En los veranos, aprovechando que la nieve se había derretido, subía a las montañas que rodean Munich para buscar minerales. En esos paseos está el origen de su interés por la materia cristalina.
Durante la adolescencia pudo acceder al Humanistische Karls-Gymnasium, una escuela de Secundaria en la que apenas se impartían ciencias. No quedaban institutos en pie. “No sé por qué, quizás porque no podía formarme en ella, empecé a interesarme por la Química. Por suerte, el centro tenía una biblioteca más que decente y aprendí de los libros. Recibíamos algunas lecciones de ciencias naturales y un par de horas opcionales de Química. El profesor era biólogo y enseguida se demostró que yo era mejor que él. Empecé a corregirle… me pidió que me mantuviera al margen”, evoca riendo. Cuando llegó el momento de ir a la Universidad, lo tuvo claro: “De lo que me gustaba, elegí lo que podía hacer en mi ciudad, estudios técnicos de Química”.
Una vez que se hubo licenciado, se decantó por un doctorado en Bioquímica, centrándose en cristalografía, la ciencia que se dedica al estudio y resolución de estructuras cristalinas, de cuyos avances es uno de los grandes responsables. “Cuando hablamos de cristalografía hablamos de observar la estructura atómica, algo que no puede verse con luz óptica, por supuesto, ni con un microscopio. Mi grupo de investigación se centró en la aplicación de técnicas de rayos X para proceder”, explica. En ese sentido, su segunda fascinación para con la disciplina llegó por las exigencias que esta imponía. Se requería tener conocimientos de Física, Matemáticas, Química y Biología y todo apuntaba a que cualquier obstáculo se salvaría sólo con la estrecha colaboración entre científicos de diferentes ramas.
“Gocé de un éxito temprano”, concluye cuando repiensa su tesis, centrada en la ecdisona, una hormona que es la responsable del desarrollo de los insectos y cuyo interés científico reside en sus similitudes con las hormonas sexuales humanas. Lo sabemos gracias a Huber. “Fui capaz de analizar esa molécula y, para sorpresa de todos, ahí estaba esa relación con nosotros”, celebra.
Gracias a ese descubrimiento, en la década de los sesenta, le permitieron crear un pequeño equipo de investigación centrado en estas y otras moléculas y proteínas. Más adelante, le ofrecieron dos puestos de trabajo. Uno en la Universidad de Basilea y otro dirigiendo la Sección Bioquímica del Instituto Max Planck. Eligió la segunda opción, era 1972 y hoy, 44 años después, sigue vinculado a la prestigiosa institución. “En mi grupo contraté a ingenieros, matemáticos… y me centré en el estudio de proteínas muy diferentes”. En aquellos años, apenas existía instrumental del campo, de modo que había que inventarlo, como las metodologías. Ese saber de todo y ese jugar a ingeniar lo que no existía lo recuerda hoy con cierta nostalgia.
«No trabajaba para ganar un Nobel»
Un buen día, ya en los años 80, con medio centenar de investigadores a su cargo indagando en múltiples líneas, llegó el momento Eureka: analizó una proteína en la que estaba la clave de la fotosíntesis y, gracias a ella, acabó recibiendo el Nobel junto a dos miembros de su equipo, Johann Deisenhofer y Harmut Michel. Su mérito fue cristalizar por vez primera esa proteína y determinar su estructura gracias a los rayos X, un descubrimiento fundamental para entender el proceso de la fotosíntesis, capaz de convertir la energía lumínica en energía química.
“Sabía que estábamos haciendo algo importante pero uno no trabaja a destajo pensando en el Nobel. Sí era consciente del interés que en la comunidad científica habían despertado nuestros resultados, publicados en 1985. Los científicos querían saber qué aspecto tenía esa proteína… Sí, fue emocionante ver cómo nos decían: ‘Esto es un Nobel’. Sabía que era un avance prominente pero no me preocupaba el galardón”.
Hasta que un colega sueco, un físico, acudió a visitarle a su laboratorio, como muchos, para poder visualizar esa estructura recientemente descubierta. Ambos compartían el estudio de la molécula pero el sueco, que había procedido con espectroscopia, no había logrado explicar su estructura, así que le pidió que se la mostrara. Al final de su visita, Huber le llevó en coche al aeropuerto. Con cualquier pretexto, este compañero le pidió que le enviara fotos de estas células, una suya y otras de sus dos compañeros. Ahí lo supo, fue consciente de que el Nobel era suyo.
No le dijo ni una palabra a su equipo, tampoco a su familia. No lo celebró. Pero sabía que le había cambiado la vida. Porque el Nobel la cambia ¿O no?
“Realmente, una vez que pasó todo, volví a mi laboratorio a trabajar. Cierto que de pronto me invitaban a dar conferencias, tenía el favor de los políticos y una notoriedad impensable hasta entonces. Pero lo que de verdad me hacía feliz era la importancia médica que aquel hallazgo encerraba. Esa ha sido mi pasión, la aplicación de la Química a la cura de patologías. Para ello cofundé dos compañías, en principio con fines académicos. Una primera que ha crecido y en la que sigo involucrado y donde ahora trabajan unas 70 personas, con su laboratorio en Munich, y otra segunda que ha sido absorbida en 2015 por una gran empresa norteamericana y con la que desarrollamos vías para combatir enfermedades autoinmunes. Este es el final feliz de mi carrera, saber que el dinero que invertí en aquellas compañías acabó propiciando dos equipos potentes que hoy luchan para mejorar la vida humana”.
La Química, admite, ha cambiado sobremanera durante el largo medio siglo que lleva asomándose a sus secretos. «Hay miles de proteínas descubiertas y que se están investigando. En mi campo en concreto, han avanzado muchísimo los métodos, el instrumental, la maquinaria, lo cual ha creado enormes posibilidades de estudio que jamás habría creído posibles en mis comienzos”.
«El progreso es impredecible»
Miguel Ángel de la Rosa, catedrático y director del CicCartuja, propició su toma de contacto con la capital andaluza. Huber participaba como docente en un programa con doctorandos de la Universidad de Sevilla y la Autónoma de Barcelona, “una iniciativa que desgraciadamente desapareció en 2015”. Así fue como se conocieron y comenzaron sus visitas para enseñar, impartir conferencias… La US le nombró profesor honorario y hoy se siente complacido de ingresar en la Real Academia Sevillana de Ciencias.
Respecto al Sevilla Workshop Interactomics, considera que, ante las más de 10.000 proteínas diferentes que hoy se investigan, un número que denota una gran complejidad, las puestas en común que suponen simposios como el presente son fundamentales. Lo cuenta con verdadera fascinación:
“El progreso es casi impredecible, pero puedo decir que la biointeractómica nos dará muchas sorpresas en las próximas décadas. Si miramos atrás, a los últimos 30 años, nadie habría podido predecir todos esos avances. El conocimiento de la genética y su manipulación, por ejemplo o, en mi campo, que la cristalografía se convertiría en una ciencia fundamental para el diseño de medicinas. No sabemos lo que va a suceder pero podemos soñar, y quiero pensar que todos estos experimentos para determinar la estructura de las proteínas serán capaces de acercarnos a por qué las cosas funcionan en la naturaleza, de manera que podamos reproducirlo través de la Medicina. Soy optimista, quizás no lo vea mi generación, pero cada día estamos más cerca de acercarnos a ese milagro. Y no sólo en salud veremos resultados, con la manipulación de proteínas se producirán en terrenos como el de la alimentación, el medio ambiente…».
Crisis, guerra e investigación
Preguntado por cómo la crisis mundial ha afectado a la investigación, el Nobel celebra que, con recortes o no, se haya podido seguir trabajando. «Lo que es un verdadero desastre es la guerra, que acaba con todo, con la investigación, con la educación… yo lo he vivido, crecí en tiempo de guerra, con una escuela primaria en ruinas. Siria, Irak… en estos países todo avance se ha detenido por completo. No hay ciencia en los conflictos armados, sólo gente tratando de sobrevivir en busca de comida o de refugio, como me sucedió a mí. No obstante, sé que naciones como España han sufrido durante la crisis y que se habla de una generación perdida de científicos. Lo lamento mucho«.
El profesor dedica un retiro que no lo es a seguir apoyando a los jóvenes investigadores, por ellos viaja constantemente. Esta semana, a Sevilla; dentro de poco, a China. «Me gusta hablarles y pensar que quizás puedo ejercer algún tipo de influencia sobre ellos. Es importante seguir en contacto con los jóvenes y detectar a los talentos para que se incorporen a equipos cuanto antes». Precisamente, es en China, cuyo Gobierno dedica grandes presupuestos a la ciencia, donde se están produciendo grandes avances en Química y en la industria farmacéutica. «Hoy representa una competencia real pero la competencia en ciencia es positiva«.